Fotografía: Tomás de Jesús Valeriano de la Rosa
Ahí estaba, en el fondo,
el conjunto de átomos indivisibles
de la angustia
que nunca veremos,
las partículas
orbitando en la intemperie, en los bordes
de las constelaciones
que pintan otros horizontes
menos negros.
Nos esperó a que volteáramos
el cuerpo, brillando de miedo,
de la incertidumbre que dan las primeras veces,
de la debilidad bajo la luz de la luna
que se percata inútil
mientras le gritamos que no se mueva.
Parpadeamos varias veces
sobre el viento que huyó de sí mismo
y lo alcanzamos con la punta de los dedos
a un metro exacto
antes
del olmo, del ave que posaba
atada a su nido,
como si al detenerse
estuviera desdiciendo el vuelo
y entonces ya no más.
Ahí, en el centro,
estaba todo el dolor flotando,
girando en contra de la gravedad, a destiempo de los días siguientes,
formando espirales con nombres
incapaces
de ser pronunciados
con sus horas y sus noches,
con sus noches y sus años.
Desde entonces vemos las estrellas
desde la ventana,
esperando la implosión
de la materia,
de los huesos,
de la sangre,
del agujero negro que crece
en el sitio exacto donde el brazo
se traga los minutos, el pasado,
el bosque, el jardín y la casa
que hace años no visitamos.
Ahora,
atravesada por el diámetro de las sombras,
puedo ver la luz inversa que se vierte
en el fondo,
desde adentro,
sosteniendo los órganos, la pierna articulada,
la columna que despliega todas las fracturas
fosforescentes de tan borrosas.
No sé cómo mirar
hacia afuera,
enmarcando parte por parte,
sin la irrigación del cuerpo como es:
danza nocturna: bosque: hundido en la tierra: contra
los árboles: anudados
al río que nos pide guardar silencio: caer:
desterrado del último planeta: galaxias: astros
que no pesan: emociones que ejercen fuerza:
ahí, en el fondo,
en lo más profundo,
donde no podemos anidar
lo que hay debajo de la piel
con la geografía de la materia oscura
que nos desliza al para siempre
de los límites que desdibujamos
para
mantenernos
juntos.